El Pequeño Gargantúa y su temor a la muerte
Quiero referir un hecho que
aconteció en las primeras horas del corriente día, y que ha suscitado en mí hondas
reflexiones acerca del olvido, del miedo y del lenguaje.
Supe que ciertos compañeros de
armas en la fe se reunirían en la iglesia para disfrutar un instante de
esparcimiento y comunión con Dios. Este evento, para quienes no estén
familiarizados con las evangélicas costumbres, recibe el nombre de vigilia. Llegué del trabajo en la noche
lluviosa, disfruté de un tentempié en casa y caminé hasta el templo.
La velada ha sido maravillosa.
Sin embargo, la exigencia vengativa de mi prosa invoca la presencia de un
personaje fantástico: el Pequeño Gargantúa, así llamado en conmemoración a
aquella memorable y grotesca historia de Rabelais.
Quienes tengan un mínimo conocimiento
de esta pieza de literatura francesa entenderán las connotaciones negativas y
satíricas de la referencia. Su descripción física, a la luz de esta alusión
poética, es innecesaria: básteme decir que su corpulencia no condice con su
edad, pero acorde es a sus salvajes risotadas, su angustiosa inquietud, su
minucioso campo de acción para faltar sistemáticamente el respeto al orden
público.
Mi narración, que se relata en el
contexto de un ámbito religioso y simultáneamente juvenil, presenta desde el
principio una particular tensión entre cómo debería (re)presentar lo que yo
llamo la idiosincrasia pentecostal y cómo, en efecto, la (re)presento. He
conocido almas bondadosas que han tenido penosos encontronazos con el
cristianismo por causa de borrosos malentendidos, mas no por eso dejan de ser
seres benévolos. Elijo relatar así mis desventuras, porque comprendo que los
hábitos del himno, el rezo y la Biblia forman parte de mi vida cotidiana; la
religión no nos hace mejores personas. Retratando mis peripecias íntimas de
esta manera, las universalizo, de tal manera que los que creen en Dios y los
que no creen puedan leerla sin el peso de los fantasmas de las nocivas
ortodoxias de este siglo.
Colijo que el Pequeño Gargantúa
–llamado así para diferenciarlo del célebre Pantagruel– es un buen muchacho con
una risa siniestra cuyas gradaciones de maldad no exceden el pecado de las
travesuras pesadas.
Los organizadores de la reunión
han operado impecablemente. Esta madrugada ha sido, sin mentir, maravillosa y
confortante para mi alma. Empero, destaco las bárbaras carcajadas, las pesadas
bromas, las personales travesuras y el irregular comportamiento de Gargantúa;
si manifiesto deliberado énfasis en dichas imperfecciones, es porque dichos pormenores
explican lo que sucederá a continuación.
Al borde del amanecer, algunos
chicos ofrecieron su colaboración para ordenar las sillas, barrer las baldosas
azules y recoger las cosas. En la calle, mientras Gargantúa y yo contribuíamos
a cargar dispositivos electrónicos en un transporte blanco, percibí cierto
gesto satírico del primero que me irritó un poco, y, más por inercias del
letargo matutino que por otra razón, dije ‘algo’.
No sé lo que dije. Dije ‘algo’. Algo que, por los efectos del
posterior sueño y el decurso de las horas, terminé olvidando. Algo que a
Gargantúa le borró la sonrisa de la cara. Me miró, muy seriamente, y me dijo:
–A nadie se le desea la muerte…
Créame, lector, que la oscura
sentencia que pronuncié merecía ser grabada con letras de plomo en este
artículo nefasto, que –y lo escribo a conciencia– me deja muy mal parado. La he
olvidado. Rememoro la expresión repentinamente perturbada de Gargantúa. Pensé: ‘¿Qué acabo de decir?’ Me doy la vuelta
y uno de los organizadores de la vigilia me preguntó qué significaba una de las
palabras que había murmurado. Le di una explicación rápida. Al cabo de unos
minutos, el ofendido muchacho recuperó el buen humor. Pero esa carita de oso
degollado, de luna redonda manchada de miedo, no me la olvido jamás.
Inmediata observación: si un
chico me dirige comentarios inapropiados, juegos de palabras maléficos y corta
la conversación de su prójimo con sus violentos accesos de risa durante seis
horas seguidas, pienso, muy ingenuamente, que es un espíritu de singularidad
implacable al que no le afectará un mal chiste del bromista menos avezado.
Segunda observación: si a mi conciencia le atraviesa el filo de una noche sin
dormir y el martilleo continuo de los pretéritos teléfonos del local en el cual
ejerzo una determinada profesión, es lógico que mis palabras, aunque bien
intencionadas y cargadas de sentido, no se presenten en un orden asequible a la
comprensión humana.
Tal parece que, a pesar de la fe,
el diablo metió su diccionario del mal en mi boca, porque Gargantúa se azoró.
¡Él, tan contento, riéndose en mis narices, y yo le corté la alegría con el cuchillo
de mi humor negro!
Aún me rascó la cabeza pensando: ‘Pero, ¿qué le dije? ¿Se lo dije seriamente?
¿O con un tono místico y tenebroso? ¿Qué palabras precisas le transmití?’
Al mediodía, con un poquito más
de lucidez, le referí el incidente –un acontecimiento intrascendente; el
alborozo de ver a mis cristianos camaradas en la ocupación de sus trabajos
desplazaría mis minúsculas indignaciones– a mi familia. Mi madre e incluso mis
hermanos me preguntaron, con suma seriedad, si los términos que pronuncie
fueron articulados dentro o fuera del templo. Me mandé una macana teológica y
verbal: comprendí que en ellos se abrían los pétalos de un pensamiento mágico,
que de verdad creían que lo que había dicho a Gargantúa –y empiezo a acordarme,
un poquito, de las sílabas desgraciadas– podía cumplirse, que los ángeles que
me custodian y los demonios que me celan trabajarían día y noche para transformar
mi infortunado chiste en una premonición cumplida. Sus expresiones de sombrío
asombro eran mucho más que un reto familiar por una contestación que bien pude
callar: porque, tan acostumbrado estoy a las bromas del prójimo que pienso que
mis oraciones no producen a nadie efecto.
¿Lo amenacé de muerte a Gargantúa
sin darme cuenta por su júbilo excesivo? Me gustaría acordarme de aquellas
precisas palabras para deshacer la maldición y excusarme por ellas.
De vez en cuando, en diálogos
eventuales, mis interlocutores toman muy a pecho los pésimos chistes que hago,
aún con la previa advertencia de que no deberían considerar mis dichos como
verdades absolutas. Mi sentido del humor es así. Luna Roja me amenaza con
empujarme por las escaleras de la Facultad cada lunes; yo simulo horrorizarme y
me divierto imaginándome caer por los peldaños revolucionarios.
Por lo demás, la tertulia de mis
amigos ha sido todo un éxito.
Mi acérrimo bufón, si mis
palabras le ofendieron, me disculpo. A decir verdad, le agradezco mucho, hijo
de ministro honradamente alto, que se haya asustado por mí. Me ha dado un buen
motivo para escribir y ha confirmado que mi futuro en el género del horror es prometedor.
Pequeño Gargantúa, le solicito, ya que no respeto hacia quien esto publica, un
mínimo favor: horrorícese más. Tenga miedo. Si hay algo que me gusta de las
personas que tienen miedo es que, de pronto, se vuelven demasiado respetuosas
con las autoridades. Yo soy una persona miedosa. Y un hombre nervioso. Porque…
“¡Es
cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso,terriblemente nervioso. ¿Pero
por qué afirman ustedes que estoy loco?”
Edgar Allan Poe, El corazón delator.
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