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«La muerte es un relato» de Pablo De Micheli

 


Editorial: Petricor Ediciones
Año: 2022
Género: cuento


La vida de los muertos perdura en la memoria de los vivos.

Cicerón

 

Hay libros cuya interpretación depende, como el test de Rorschach, de cuán profundo sea el universo interior de los lectores, y raras veces la narrativa contemporánea alcanza el grado de heterogeneidad receptiva que ha tenido esta obra. La muerte es un relato, en ese sentido, es una maravillosa anomalía donde la relación que cada quien establece con los cuentos varía de persona a persona.

Mucha gente lee libros con la expectativa implícita de que los conmuevan de cierta forma u obedezcan ciertos parámetros. Yo soy alguien que cree que la buena literatura no te tiene que dar lo que vos estás buscando. Incluso si lo que anhelás es un consuelo o una distracción de lo real. Si vas a abrir el libro de De Micheli queriendo imponer tu criterio de cómo debe narrarse una historia o, en este caso, cómo debe contarse la muerte, casi mejor no hacerlo.

La muerte es un relato es un gran libro, uno que merece ser recordado como una puerta de acceso a una narrativa comprometida con lo humano. No digo esto porque Pablo De Micheli sea un colega o amigo, ni porque yo lo haya editado. Es una lectura que yo puedo defender con uñas y dientes no solo desde el puro gusto sino también desde la argumentación crítica, tanto en lo íntimo como en lo público.

El propio autor reconoció que la recepción de su obra fue ricamente heterogénea, los relatos favoritos de unos eran el aburrimiento o el disgusto de otros y viceversa. La muerte es un relato tuvo tantos recorridos de lectura como lectores, por lo que mi análisis es apenas un croquis de cómo podrías leerlo bajo ciertas aristas.

No creo que esta obra, ni ninguna otra, necesite en sí un alegato o defensa de su propuesta, pero sí preciso desestabilizar o cuestionar esas formas de lectura donde creemos que el libro nos tiene que producir «efectos deseados».

 

EL LUGAR SIN LÍMITES

 

Antes de hablar de lo que escribe, debemos entender desde qué lugar está escribiendo De Micheli. Mejor dicho, bajo qué figura de autor lo está haciendo.

Hoy en día, estamos en una sociedad globalizada donde medimos las acciones menos por sus efectos que por el alcance en los medios masivos de comunicación. En un momento histórico tan crítico, donde una buena experiencia de lectura parece ser sinónimo de una recomendación en Tik Tok con alto engagement, dejarse seducir por las sirenas eléctricas que amenazan con fagocitar tu integridad artística es mucho más fácil de lo que parece. Esto depende de la clase de escritor que uno quiere ser; no es un crimen dejarse devorar por las sirenas, para darles lo que quieren, la carne viva de tu escritura. Es una polémica que ha partido la columna vertebral del siglo XX, y que responde a un contexto donde el rol de escritor ha ganado una autonomía a tal punto que se lo empieza a considerar como un trabajo especializado e incluso jerarquizado, donde existen autores de elite dignos de ser candidatos al Nobel y autores que «por falta de talento o de voluntad» no estuvieron a la altura de una masividad deseada.

En la vorágine del boom latinoamericano, hubo un autor peruano que dio un último suspiro de tinta, ancho y fatal, antes de quitarse la vida con un disparo en la cabeza. Estoy hablando de José María Arguedas (1911-1969) y su libro El zorro de arriba y el zorro de abajo, en el que dijo lo siguiente:

 

Escribimos por amor, por goce y por necesidad, no por oficio. Eso de planear una novela pensando en que con su venta se ha de ganar honorarios, me parece cosa de gente muy metida en las especializaciones. Yo vivo para escribir, y creo que hay que vivir incondicionalmente para interpretar el caos y el orden.

 

En este extracto, Arguedas polemiza con Julio Cortázar, que ponderando una idea de escritor cosmopolita hizo declaraciones contra el telurismo (regionalismo) al que definió como «estrecho, parroquial y hasta aldeano». Salvaguardando las distancias temporales entre aquella época y el presente de la lectura, me parece pertinente extraer este modelo centro-periferia para contextualizar La muerte es un relato en el tablero de ajedrez de nuestra literatura contemporánea.

En la balanza entre cosmopolitismo y regionalismo, un autor como De Micheli se inclinaría hacia lo «provincial», incluso cuando su narrativa adopta matices urbanos (como «GPS» o «La Noticia»). Porque el principio de construcción que opera en sus textos no es el de un narrador cuyas palabras aspiran a satisfacer las expectativas de un público moderno. Salvo «El cuadro», que pondera de una atmósfera romanticista como condición necesaria para que su trama funcione de la manera en la que fue planteada, los cuentos no se someten al dictamen de un tratamiento convencional del tema de la muerte.

Adelantándome a mi análisis, La muerte es un relato tiene muchos más puntos de contacto con Pedro Páramo de Juan Rulfo que con las fatalidades maravillosas de Gabriel García Márquez o las desgracias atroces de Horacio Quiroga. De Micheli ha de estar cansado de ver cómo le ponemos a la muerte un traje ancho que ya no le cabe, porque nos invita a mirarla con otros ojos que no son los del escritor occidental aterrado ante las lápidas de un cementerio.

Los muertos, en la siesta eterna de sus ataúdes, no dan miedo realmente, y aun sin vida pueden seguir conmoviéndonos y enternecernos desde la incógnita de sus epitafios y sus cenizas.

 

CONTAR LO QUE NO ES

 

La muerte es un relato, como muy pocos libros que he contemplado en el horizonte independiente, me urge decirlo, tiene una honda raigambre americanista, no porque se lo haya propuesto enarbolando colores regionalistas a la manera de los autores del boom, sino porque elabora (mejor dicho, recupera) una visión de la muerte que solo ha sido posible a partir de las singularidades de una experiencia cultural peculiarmente concebible en nuestro continente.

De Micheli pudo haber hablado de la Muerte, así, con mayúsculas, como lo hicieron Shakespeare o Poe. Pero él evita los vicios góticos que todos cometemos cuando nos deslumbramos con «El gato negro» o «La caída de la Casa Usher» y decimos querer escribir «algo original». Lo cual no está mal, sobre todo si pensamos en publicar un primer libro; muchas veces la mímesis es el bautismo de los intrépidos. Sin embargo, Pablo ha limado una escritura afín a los vericuetos costumbristas de Fontanarrosa, Sacheri, Dolina y Osvaldo Soriano, ídolo expreso del autor. Cuando tiene que contarte una historia, no la escribe: te la cuenta. Sabe cómo hacer que la voz de la trama se desprenda orgánicamente del papel para retumbar en nuestros oídos. El dominio de una lengua que se suelta del molde de una sintaxis prolija para volverse habla es fruto de la experiencia vital.

Llegado a este punto, me estarán preguntando: «¿Por qué no empezaste a hablar del libro todavía?». Porque mi intención es que te olvides de todo lo que creés saber sobre la muerte antes de abrir el libro. Lo cual es un movimiento muy íntimo porque la única forma que tenemos de percibir la muerte fuera de la experiencia es cuando le ocurre a otro. Nadie que esté leyendo estas palabras sabe lo que es. Si lo supiera, no estaría leyendo. Nadie lo sabe, aunque sepa lo que es la enfermedad, el crimen, la guerra o la pérdida. El título «La muerte es un relato» no es azaroso: literalmente, la palabra «muerte» intenta definir todo lo que no podemos decir sobre el paso de la vida a la no-vida.

La muerte es el nombre que le damos los que vivimos a todo aquello que termina de una vez y para siempre como lo que fue. Si aquello que fue será algo en la nada del universo, no hay forma de saberlo, no desde nuestros sentidos mortales.

Para la tradición gótica europea, cuyos lineamientos luego importaría Estados Unidos hasta eclosionar en obras literarias como las de Edgar Allan Poe, la Muerte es un proceso totalitario y totalizante. Es decir, aunque me digas que un fantasma es una entidad entre la vida y la muerte, de todas formas, me estás diciendo: «Esto que estás viendo ES un fantasma». Cuando aparece un espectro en la mansión, no tenemos certeza de por qué nos está acechando, pero sabemos de dónde vino: «Volvió de la Muerte». La muerte es un territorio, una jurisdicción, y sospecho que la tradición grecolatina, con el concepto del Hades como el sitio de los muertos por excelencia, tiene mucho que ver con esta concepción.

De Micheli no nos da esa satisfacción. Ni siquiera con relatos como «Matemáticas, ¿estás ahí?», donde lo fantasmal queda eclipsado por la narración de una docente a quien le importa más la nota de un examen que lo sobrenatural en sí mismo. Ese cuento no es gótico, no en un estado puro, a lo sumo podría adolecer del rótulo de lo fantástico, pero no llega a ser realismo mágico porque tampoco se obsesiona con generar un sentimiento de maravilla ante la normalización de lo prodigioso.

De Micheli prescinde de la preocupación por inscribirse a un género estricto incluso desde el prólogo-relato de la obra, que es las dos cosas y ninguna. Uno puede abrir el libro con esa idea preconcebida de la muerte como fatalidad, y te das cuenta que los relatos te obligan a redefinir el criterio con que entraste a la obra.

Podríamos decir, con justicia, que este libro habla de las muertes, o de distintos tipos de muerte, alejándonos de esa definición fehaciente y totalizadora de la Muerte con mayúsculas que obsesiona a los románticos y los decadentistas.

 

NO HABRÁ MÁS PENA NI OLVIDO

 

En «Aquiles» podemos rastrear lo que considero que es la variación más preocupante para De Micheli: el olvido.

Él tiene un grado de compromiso político muy fuerte con las historias que nos quiere contar, y no porque obedezca a una bandera partidaria explícita sino porque la memoria es, para quienes nacimos y crecimos en suelo latinoamericano, la viva voz de los que ya no están porque fueron raídos de nuestra Historia sin derecho a adioses ni tumbas. Desde el genocidio de los pueblos originarios tras la llegada de Colón al continente hasta las dictaduras militares orquestadas por los hilos del Norte, nuestra cotidianidad es una lucha contra el olvido en sus múltiples dimensiones. Ustedes pueden decirme que la memoria es un tema tan universal como cualquier otro, pero De Micheli accede a esa universalidad a través de los epitafios de su infancia.

El prólogo-cuento de La muerte es un relato es clave para entender el proceso de construcción de una literatura que debe mucho su fluidez al germen de la oralidad. En esta anécdota se produce un doble movimiento en la etapa de la niñez, porque Pablo aprende a leer las tumbas y toda la información que contienen, pero es su abuela la que le brinda la lógica narrativa necesaria para intentar reconstruir a pulso de imaginación las vidas que hubo (o que hay) detrás de esas lápidas. Porque la vida no se termina en el punto final de un ataúd. Hay una continuidad en los cauces de la memoria y en la palabra como vehículo de un legado que puede acumularse de generación en generación.

Esto es lo que deja entrever «Aquiles», cuando el personaje se propone escribir un libro, que ni siquiera es muy prometedor en términos literarios, pero es el acto de combatir al olvido lo legítimo, lo genuino, lo que se rescata. Este relato me interpela mucho porque en mi profesión, de tanto en tanto, hallo gente que está desesperada por publicar un libro, y parte de ese frenesí tiene que ver con no querer ser olvidados, con dejar una huella en el mundo para que te recuerden.

«Aquiles» también apunta a ello, la motivación primordial detrás de toda escritura, de cualquier escritura: no olvidar. Sea para rememorar los nombres de nuestros antepasados o para saber qué vamos a ir a comprar al supermercado, la escritura tiene una función mnemónica, escribimos para recordar.

Ahora, ¿para qué recordar qué? ¿Y hasta qué punto queremos recordar?

Recordar a los que uno nunca quiso que se fueran no suena agradable, pero La muerte es un relato nos empuja a pensar que la vida entera es una preparación para la muerte. No la propia, porque cuando llegue, no hace falta más que la vida misma, pero sí una preparación para las otras muertes. Físicas y simbólicas. La vida está compuesta de elementos y relaciones cuya finitud no aceptamos. Es más fácil aceptar tu propia muerte que el fin de una relación (amistosa o amorosa) porque nuestra cultura occidental ha idealizado ciertas formas de vinculación bajo la expectativa de la eternidad. Por ejemplo, la falacia de que el amor verdadero dura para siempre. ¿Qué es y en qué sentido «para siempre»? ¿Las cosas que nos pasan son menos verdaderas si duran menos que el infinito? ¿Por qué deben durar eternamente si nosotros mismos no somos inmortales?

Puede parecer que nos hemos alejado mucho del tema central de este libro, pero a diferencia de tantas otras ficciones, los condimentos «fantásticos» no contribuyen a establecer un simulacro de eternidad como ocurre, por ejemplo, en las obras de Adolfo Bioy Casares (La invención de Morel, En memoria de Paulina, El perjurio de la nieve). En cambio, los que buscan la infinitud recurren a métodos más mundanos, como la escritura en «Aquiles» o la inmoralidad en «Dios se lleva a los buenos». La prolongación de la experiencia por medios sobrenaturales no es una posibilidad placentera ni un happy ending en la narrativa de De Micheli. No se afirma que la muerte es deseable, se la acepta como condición necesaria de la vida. Incluso «Convicción», cuyo eje es el suicidio, no la romantiza, en todo caso parodia y combate desde la ironía las fantasmagorías romantizantes del suicidio, burlándose de nuestro falso entendimiento en torno a la muerte como «salida» o «alivio» (el epígrafe de Casona es clave).

«Matemáticas, ¿estás ahí?» es la paradoja de esa materialización de lo intangible en un aula. Los números no tienen una existencia material en nuestro universo, pero existen; lo mismo en el caso de un personaje que «regresa». Sin embargo, es un retorno en puntos suspensivos, sin progresión ni retroceso. El cuento siguiente (que, para algunos, quiebra con la incógnita que había logrado sembrar este relato) nos devela la anomalía desde adentro y el ansia de un fin que no llega. Ansia que no llega a ser deseo, ansia de desembarazarse de una deuda que pende del gancho de la vida, del lado del Eros, como si el Tanatos no tolerara que las almas crucen el umbral que custodia con el secundario sin terminar.

Los seres humanos necesitamos un final. Mejor dicho, si entendemos el cosmos como un sistema de estados en cambio continuo, no podemos resignarnos a una permanencia inmutable. Cuando hablo de cosmos, lo hago fuera de un marco esotérico, no como una superposición de dimensiones etéreas cuya existencia no puedo corroborar ni afirmar de forma taxativa. Lo digo porque no han sido pocas las veces en las que las personas le quieren dar una vuelta astrológica a mis palabras. Por ahora, no hablo de reencarnaciones o ascetismos. Pero sí del universo que aprehendemos desde nuestra infancia, donde lo maravilloso y lo real es indiferenciable, donde el pensamiento mágico no es estafa de los sentidos sino lengua de la naturaleza. La escritura es, en cierto modo, acto de preservación de esta magia mediadora entre la imaginación y las muertes, sin mayúscula, donde el niño siembra la pregunta decisiva allí donde hubo un cachorro amado o un primo prematuro.

El propio prólogo de De Micheli apela a la célebre cita bíblica: «...del polvo venimos y hacia el polvo vamos...». No se puede medir la experiencia humana sin el riesgo de la finitud. La gracia de caminar por la cuerda floja es saber que tarde o temprano podemos caer.

 

EN EL CÉNIT DE LA CAÍDA

 

Lo que no podemos dejar atrás es aquello que nos define. En el principio está nuestro fin. Esta sentencia alcanza su máximo punto de cristalización en «Zenith», cuyo título encierra un doble juego de significados: la marca del televisor que repara el protagonista y la referencia al cénit, el punto más alto de la bóveda celeste. Es un relato que toma la decisión de cancelar su propio desenlace justo en el tramo más álgido de la tensión.

Juzgo este el mejor relato de la selección, del cual puedo referir que fue, en principio, un proyecto de novela, pero que devino en una forma más escueta y exacta que hace justicia a las artes concisas.

Hay narrativas que proponen dilemas que trascienden lo ético y lo moral para describir paradojas existenciales, y este cuento lo logra de manera inquietante y magistral. No se puede pensar esta historia en términos de lo correcto o lo incorrecto, lo egoísta o lo altruista, y es probable que, si estás acostumbrado a que los textos tengan una lógica cerrada, «Zenith» te disguste porque no te está dando lo que necesitás: un final. Lo que irónicamente subraya la importancia que tiene para el lector humano el poder del desenlace en las propias historias que tejemos en el arte y en la vida. Y el hecho de que sea justo este relato el que da un cierre (im)perfecto al libro enriquece toda la unidad.

La muerte es un relato terminó de ser excelsa con una reedición que ajustó detalles para definir de una vez y para siempre la entrada de Pablo De Micheli al horizonte de los autores publicados. 

A modo de nota personal, me enorgullece haber podido editar esta obra, que además tiene una versión en audiolibro narrada por el propio autor. Un deleite documental si los hay. Es un libro que merece una defensa crítica enardecida con todo el arsenal teórico que le puedo proporcionar desde el conocimiento de mi disciplina. Sobre todo, merece nuestra angustia y nuestro goce en el eje de la atención que debemos darle como pieza invaluable de la literatura contemporánea insurgente.

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