La literatura es un estado de crisis permanente.
Hija de la insurgencia de una o varias lenguas en disputa por el derecho a hacerse arte, emancipándose de la jurisdicción de lo socialmente convencional. Es la lengua extrañada de sí misma que desconociéndose se muerde con fuerza las venas hasta desangrarse, a riesgo de someterse a las miradas anticoagulantes de generaciones enteras de lectores que le prohiben cicatrizarse.
Ante la crisis se alza la palabra, no siempre escrita al abrir sus alas, ni individual en el arrojo de la primera piedra, pero que acaba anidando en la letra.
Ni dioses, ni musas, ni duendes.
La palabra surge, sugiere Chomsky, de lo hondo de los genes, de la facultad innata del lenguaje, de la gramática universal palpitando en el cerebro. En ordinarias circunstancias, todo el mundo sabe hablar antes de saberlo.
La sinergia en comunidad nos ayuda a aclimatarnos para adaptarnos a las temperaturas de las lenguas nativas; los niños reconocen estructuras gramaticales complejas sin que se les ponga un diccionario en la cabeza, sin que haga falta dispararles trabalenguas en la frente.
Sin embargo, nuestra nación adeuda un puente efectivo entre la oralidad cotidiana y las orillas de la escritura y la lectocomprensión. Recién allí, cuando el documento deja de ser hastío para volverse llano transitable, se puede empezar a cabalgar a lomos de una fragilísima creatividad que debemos alimentar con la delicadeza de una criatura en peligro de extinción.
Dicho esto, el oficio del escritor consiste en cocinar en los hornos del propio corazón la masa madre de la(s) lengua(s) que forjamos hasta que leude con una pizca de imaginación.
Satisfacer el hambre es una emergencia, que se acentúa en medio de la crisis. De la misma manera, la obra de arte se abre paso contra toda condición adversa por la necesidad humana del artista de dar cauce a la palabra, incluso si tal afán obedece al regodeo de una soberbia; no se discute en ninguna medida los términos de este derecho.
En los últimos tiempos, se ha hablado tanto del autor independiente que en el alarido enardecido de nuestra supuesta libertad de pensamiento olvidamos las cadenas que nos atan a la pesada piedra de un hecho fundamental: toda independencia es relativa. ¿Qué tan independientes somos si nuestra vigencia depende de los estándares del mercado? ¿Qué tan independientes somos si estamos escribiendo bajo la ortodoxia de una lengua imperial que se presume inmaculada cuando se la expurga de nuestros regionalismos y que no nos arriesgamos a romper con la violencia de lo genuino? ¿Qué tan independientes somos si nuestra escritura se ramifica encorsetada a las fórmulas preestablecidas de lo-que-debe-ser una novela? ¿Qué tan independientes somos si mientras narramos nuestras historias a pulso de sudor sudamericano tenemos los ojos puestos en las librerías del Primer Mundo como si fueran mayores pedestales que la mirada entronizante de un lector amigo?
No estoy a favor de reclusiones ni nacionalismos vacíos, pero las voces que han promovido una defensa beligerante del arte independiente corremos riesgo de desfigurar el complejo panorama cultural que se nos presenta en esta era de hiperrealidad y globalización. Hemos reducido la literatura a una mera oposición entre «lo under» y «lo mainstream», «lo indie» y «lo hegemónico», «lo marginal» y «el best seller». En nuestra obsesión por definir las franjas divisorias entre lo independiente y lo hegemónico, hemos ignorado un sinfín de cosmovisiones y dinámicas alternativas. ¿A los pueblos originarios de nuestra América, a las comunidades afrolatinas, incluso a algún adorable abuelo que quiere escribir historias para dejárselas a sus nietos como recuerdo, a quienes desarrollan experiencias de transmisión cultural sin la obligación de la escritura convencional, les interesaría, de producir un libro, ampararse bajo el estatuto inmediato de lo independiente de la misma manera que lo hice yo por mucho tiempo?
Nuestra literatura, la latinoamericana, y en mi caso la argentina, es la efervescencia dolorosa de una heterogeneidad forjada por el fuego del exterminio, la dominación, la esclavitud, la colonización, la inmigración, la guerra, la enfermedad, la pobreza, la dictadura y la carencia. Nada es puro, somos frutos caídos de tantas ramas, de tantas raíces procedentes de distintas tierras, amalgamadas en estos contornos, y aún en nuestros días el tango y el chamamé conviven tan mansamente con lo electrónico y lo pop en los altoparlantes. Somos paradojas identitarias conviviendo en constante tensión, y será esta histórica contradicción abierta, la de no saber a cierta ciencia quiénes somos del todo, la que nos brinda un entendimiento singular de la soledad humana ante el orden totalitario de un mundo hostil al que no terminamos de pertenecer.
En conclusión, dependiendo tanto de tantas cosas, incluso buscando pertenecer o corresponder a algún lugar, ¿cómo llamarnos independientes? Querer estar en un lugar que no es el propio, ¿no es atentar contra la independencia que decimos defender o representar?
Necesitamos, pues, una categoría para definir a un conjunto tan vasto de personas que, perteneciendo a diferentes clases sociales, condiciones económicas, franjas etarias, modos de vida, experiencias lingüísticas, regiones geográficas, intereses estéticos, fines comerciales, márgenes ideológicos y marcos sociopolíticos, coinciden en la necesidad de condensar su arte en la unidad conceptual del libro (en su materialidad o virtualidad), sea para establecer una trayectoria literaria, para un acto de realización personal, para codificar una denuncia social o para desembarazarse de la pesada carga de un discurso reprimido en lo íntimo de su timidez, sea cual sea la causa individual o colectiva que detona la dispersión de tales letras.
Con Erika Wolfenson llegamos a la conclusión de que «emergente» es la palabra más apropiada para definir este fenómeno. Por imperio de usos y costumbres, no pretendemos erradicar la categoría de «independiente», pero sí entender nuestra actividad literaria como un acto emergente de un contexto de apogeo tecnológico en materia de comunicación e información como de extrema precariedad económica y política.
Ahora la gente ya no espera a que un hombre de traje y corbata les traiga un contrato editorial para cambiarles la vida. Con empezar a relacionarse con la propia lengua desde el ejercicio de la escritura les basta para combatir el terrorismo emocional y el automatismo al que estamos sometidos en esta era de capitalismo tardomoderno que nos empuja a la locura del consumismo, la meritocracia y la satisfacción inmediata.
Ahora que sabemos que no hay futuros de gloria, no estamos obligados a esperar la aprobación de ninguna institución sino que son nuestras plumas las que llenan de versos el mundo. Somos maleza que se enhebra y se reteje, salvaje, llena de insectos, somos flora retinta y fauna de papel, resistente al machete burgués, a las modas profanas, a la presión de lo correcto y al algoritmo tendencioso.
Ahora no esperamos a nadie.
La palabra, solita, tan propia en lo impropio de la lengua, tan despojada de sutilezas pretensiosas, desnuda en su sinceridad y rociada con el sudor de nuestra frente, florece.
Sí. Así. Como las estrellas fugaces que rebrotan de la cáscara de la noche para morir ahí mismito en las tinieblas.
Emergemos.
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