He llegado a la conclusión, inevitable y definitiva, de que debo empezar a intentar dejar de ser escritor. Me traduzco a mí mismo: cuestionar mi propio rol de escritor, de editor y de lector en todos los sentidos desde la propia escritura. Van(idos)amente pretendí establecer una fecha de vencimiento al arte escrito que yo ejerzo, como el corazón que quiere dejar de latir. Seguir cuestionando las prácticas escriturarias requiere más que la deconstrucción de la figura de autor instalada en el imaginario colectivo; exige, además, la interpelación a colegas de todos los órdenes (dentro y fuera del arte) en este proceso de inacabable autodestrucción que perpetuaré hasta los últimos días en los que me acompañe la consciencia.
Anunciar un «retiro» de la ficción o de la esfera pública, gesto esperable en todos los Salingers del siglo pasado, es, debo decirlo, un acto obsoleto y una falla intelectual(oide) de mi parte. Más temerario para el sentido común, aunque obvio para las agudas mentes del milenio naciente, es subrayar hasta el hueso que todo aspecto de la vida humana tocado por el discurso es ficción, lo literario y lo no literario.
Uno no puede huir de lo que lleva dentro. Incluso en el lugar más recóndito de este planeta, donde quiera que yo esté, el lenguaje estará allí conmigo. Aun en la más absoluta soledad, el lenguaje se hará carne en el silencio.
Le he negado ficciones a mi escritura, pero la bestia termina abriéndose paso excavando en tierras alternativas: historias de Instagram, monografías universitarias, reseñas elocuentes, sinopsis elegantes, mensajes de WhatsApp, obtusos poemas en biromes que no compartiré nunca, reflexiones no escritas sobre lo que veo (que me consume).
Aquí estoy, escribiendo, y la lengua estalla, fragmentada, repartiéndose en mil formas, y sin embargo me siento lejísimos del ideal de «escritor», no por falta de reconocimiento de la comunidad, sino por mi flagrante falta de cooperación. Me rehúso, oficial, a subirme al patrullero; me agarraron con libros nuevos en mano, me esposaron con la etiqueta rígida de «escritor» y me llevaron a la comisaría.
¿Y no es eso la literatura? Esa institución policial que te agarra y te manda a escribir a punta de ansiedad, esa entidad jerárquica y vigilante que te aprieta para que publiques algún libro de poesía o una novela juvenil. En los calabozos del arte siempre hay lugar para uno más; en las celdas de un Excel, el número de filas y columnas puede ser infinito.
—La literatura es libertad, ¿qué decís?, ¿cómo la vas a comparar con la policía?
Para mí, re. Es una yuta desbordada, igual. Ahora que todo el mundo puede ser escritor, ahora que cada usuario puede tomar el verso por asalto, la institución arte no es que un gendarme impotente viendo cómo los vecinos se llevan las reses de un camión volcado.
Tantas escrituras fugaces que no se pueden reprimir ni con gases lacrimógenos, hambrientas de ojos, agigantadas en su efimericidad, saturando la carretera de las redes sociales. Mi escritura, aunque rezagada, anclada en la ancha vereda de la blogósfera anacrónica, también devino en bacteria fagocitante, en dispositivo que se autoabastece más allá de mis ganas de dejarla.
El voto negativo a la escritura es imposible. Ni siquiera abstenerme de seguir escribiendo «novelas» es antídoto efectivo. En principio, es el instrumento de la duda el sistema inmunológico que debe evitar que el arte se me suba a la cabeza para afiebrarme de ego. Los artistas no quieren inmunizarse del arte infeccioso que producen. Eso es lo que ocurre: el arte, ahora, «debe ser» viral. Esta escritura también, de algún modo, quiere serlo, pero al menos me tomo la molestia de decirte que el texto es texto, que esta toxina textual va a producir una reacción en tu inmunología cultural: si es de rechazo, mejor, porque el cuerpo reconoce la presencia anómala, el copypaste de un ARN en el torrente sanguíneo que quiere afectar el funcionamiento de sus células.
Los lectores somos portadores de una alta carga viral; el problema de los escritores es que, queriendo ser vectores radicales, producen toxinas cada vez más débiles, más idénticas entre sí, fabricando la misma fiebre homogeneizada. En la esfera de la farmacología, la gradual inefectividad de los antibióticos es alarmante; en el campo de la literatura, es la asimetría entre el peso viral de nuestras palabras y la (in)capacidad de reacción inmunológica del lector ante la infección invasiva, que ya no se manifiesta en reseñas extensas, lecturas críticas o asimilaciones íntimas de la obra, sino en likes, tiktoks y comentarios de Goodreads.
O, por el contrario, el lector está sobreinfectado de textualidades, de toxinas de moda, leyendo maratónicamente, vertiginosamente.
Ante tanta viralidad, el virus no puede volverse agente inmunológico per se, ni disputarse con otros virus los órganos discursivos de la sociedad. Ni siquiera ensayar un proyecto vacunatorio; ¿por qué advertirle sobre los vicios de los malos poemas de Facebook o el uso de ChatGPT? Para cuando termine, habrá otras apps, otras vías intravenosas donde te inoculen caracteres a presión.
Lo que podría proponer, en todo caso, es una suerte de aceleracionismo inmunológico, entendiéndolo no como una multiplicación irracional y fragmentaria de textos en las redes sociales, sino una hartada saturación del cuerpo textual en la hiperrealidad, de tal manera que se empiece a materializar (Tlön, Uqbar, Orbis Tertius) invasivamente en el orden político. Iba a decir «de lo virtual a lo real», pero a estas alturas las dos esferas son idénticas.
«El arte sana», dicen, ahorita mismo, muchas voces. Yo pienso, debo pensar, lo contrario, aunque esto termine favoreciendo al algoritmo de formas que yo no entienda: «El arte enferma». Nos tiene que enfermar. No de otro modo se podría explicar cómo el sistema literario acepta a medias tintas las prosas crudas de ciertos autores, a quienes se ven obligados a aceptar en su canon a pesar de su propio asco.
Hay que estimular sádicamente el órgano inmunológico de debate en el cuerpo lector; el bazo de la crítica, en apariencia ausente de nuestro campo de visión, necesita (en esto puedo estar equivocado) un apoyo táctico hormonal, un átomo de enlace entre sistemas, una nueva configuración neuroquímica que incida en la lengua y perturbe nuestro comportamiento algorítmico.
El binomio molecular underground/mainstream y la rivalidad autor independiente/escritor best seller han quedado obsoletos. Somos textualidades microscópicas en el tejido cristalizado de Internet, ácaros erráticos a lomos de una literatura a la que se cuesta reconocerse como tal en los filtros artificiales de las selfies.
El asedio sistemático a la inmunología cultural no puede, por limitación logística, ser coordinado, organizado ni unidireccional; desde tibios cosquilleos en sociedades de fomento hasta calambres feroces de proyectos editoriales y corrientes de escritores.
En este marco, donde no escribir es imposible, mi alternativa personal es hiperliteraturizar mi discursividad, mi textualidad, volverme avatar todo sin dejar de denunciar mi condición artificial, mi arbitrariedad humana, evidenciar mi carga viral.
Yo, a diferencia de otros virus, confieso que he venido a enfermarte, a hacerte doler la corteza frontal a tal punto que te obligue a buscar aspirinas en toda la casa. Los virus no te dan lecciones de vida ni te enseñan verdades; pero es en condiciones adversas que el paciente piensa en las cosas que puede perder al otro lado del diagnóstico, cuando el hospital le confirme si padece tal o cual cuadro. En el curso de la guerra bacteriológica dentro de cada lector, es él quien toma decisiones, no a partir de lo que lee, sino en base a la incertidumbre terminal que se ramifica en sus facultades prácticas. Te muerde un infectado; solo habrá muy pocos momentos para decir algo a la familia antes de la fase final de contagio.
Este manifiesto no puede estar completo sin una crítica al automatismo fármaco-cultural de un sistema mediático que nos dicta sin receta qué leer, cómo leer y por qué leerlo. No me opongo a las universidades, a los clubes de lectura, a las editoriales alternativas, a la crítica literaria, a los bookfluencers ni a las ferias de libros, ganglios linfáticos cruciales en el campo literario. Me opongo a la suministración indiscriminada de anestesia sobre la consciencia lectora, a la concepción del libro como píldora de evasión de la realidad, incluso cuando el propio paciente pide que sea así, que la lectura sea «una distracción».
Denuncio, por lo tanto, mi condición vírica, el ser y portar carga viral, y en ella despertar la espuma emergente de una ola inmunológica con(tra) la cual combatir, mientras me combato a mí mismo, mientras mi propia inmunidad en contradicción con mi viralidad lucha contra sí misma, y supurar la literatura resultante del cadáver vivo del escritor, de lo humano que queda en estas prácticas escriturarias mutantes que han perdido la facultad de identificarse como poesía, ensayo o lo que sea.
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